Cinco palabras tan solo y mi vida quedó convertida en mil pedazos. Un chillido sordo, sollozos, desesperación vinieron a mi mente y no me dejaron actuar. Mi cuerpo no era el mío. Sentada en una silla, mis gritos reflejaban el aullido más grande desde el interior de mis entrañas con un dolor desgarrador que en el silencio más profundo empezó a comerme por dentro. Mi mundo quedó convertido en ese instante en mi mayor tragedia, en la rabia más grande, en el sufrimiento constante, en la ira, en la injusticia, en el llanto incontrolado, en la dificultad de respirar, en el grito, en la desesperación y en una guerra conmigo misma que acababa de comenzar.
No estoy sola, la persona que está mi lado sufre más que yo, aunque no grita, no chilla, pero su llanto descontrolado me hiere enormemente y a partir de ese instante los dos sabemos que acabamos de entrar en el mayor de los infiernos y en la mayor desesperación.
– “Señora, ¿sabe usted que la mayoría de las muertes es por suicidio?” “Debe usted entenderlo”
¿Cómo podía yo entender en esos momentos que la tarde anterior mi hijo estaba conmigo en casa y que catorce horas después se había suicidado?
No podía ni quería entender nada.
Después de esos tristes y angustiosos momentos que siguen martilleándome en mi memoria, solo al salir de la comisaria agarrada de la mano de mi marido es cuando supe que nada volvería a ser importante, ni un enfado, ni un disgusto, ni una disputa… nada, absolutamente nada. Acabábamos de perder aquello que más queríamos los dos, a nuestro hijo y pasara lo que pasara en el resto de nuestras vidas, jamás existiría un dolor mayor.
Hoy, después de once meses, evocando aquellos momentos, todavía mi desgarro es profundo, sigo anestesiada y no alcanzo a comprender mi desgracia. Ni la poca ayuda que recibimos en los primeros instantes. Personas extrañas, ajenas a nosotros y nuestras vidas realizaban su trabajo rutinario, eso sentí yo. Nadie supo ponerse en nuestro lugar. Nadie se acercó a nuestro corazón destrozado y por eso, como personas educadas y respetuosas apagamos nuestro llanto, nuestro aullido, nuestra desesperación tratando de huir de un secuestro obligado en aquellos cuartos oscuros donde las palabras ya no tenían un significado y solo queríamos huir de ellos y de la situación.
Y nos fuimos a casa, solos, sin compañía, sin ayuda y sin nuestro hijo al que solo volveríamos a ver en un ataúd un día más tarde.
Escribir estas palabras para mí han significado muchas horas de llanto y de asimilación que he querido hacer para dar voz a aquello que se esconde y que se tapa, sin saber muy bien por qué, hasta que te das cuenta que hay que decirlo y hasta gritarlo si es necesario para que el mundo entero sepa lo que sucede y se podría evitar.
En todo este proceso he necesitado ayuda, mucha ayuda y la sigo necesitando, a la que doy gracias por encontrarla en este camino tan difícil y tan tortuoso de seguir, porque yo me habría ido en ese mismo instante con mi hijo y hubiera querido desaparecer para no comenzar el gran sufrimiento que siento.
Mi hijo tenía 34 años. Era muy alegre y siempre nos recibía con una gran sonrisa. En todos esos años derrochó una gran simpatía a su alrededor, no tenía maldad, no podía estar enfadado y con una gran ironía nos hacía reír siempre con sus característico humor. Era el detonante divertido en los encuentros familiares, el que demostraba su ingenio, le encantaba ver monólogos de humor a los que trataba de imitar y siempre con sus chistes buenos o malos nos arrancaba a todos las mayores carcajadas. Y si algo había que destacar de él era su gran sensibilidad. Así era Luis, divertido, jovial, dicharachero, amable, agradable y muy muy trabajador.
A los 18 años se enamoró perdidamente. Eso le costó no aprobar nada más que una asignatura en la carrera que eligió, “arquitectura técnica” pero con todo su esfuerzo y tesón consiguió terminarla, aunque en más años de los debidos.
En aquellos momentos vino la crisis en la construcción y no encontraba trabajo.
-Tengo mala suerte- decía siempre porque no lo encontraba. Y yo, también lo pensaba, aunque me callaba. Aun así trabajó en todo aquello que encontraba.
Se casó con su chica de toda la vida, se compraron un piso, pudo ir cumpliendo sus ilusiones, hasta que se propuso otra meta, ser policía y después de luchar y trabajar muy duramente año tras año, lo consiguió a la cuarta vez que se presentó y se sentía el hombre más feliz del mundo.
A partir de aquí, podría expresar miles de pensamientos, miles de ideas que me planteo cada día, miles de conjeturas que se han dicho, miles de rumores con los que se ha especulado y miles y miles de suposiciones que nunca nos podrán decir la verdad porque la verdad de su sufrimiento se la llevó él y jamás podremos saberla. Pienso y pienso, tengo mis propias conclusiones, pero prefiero no decirlas, no pensarlas porque me destrozaría a mí misma y el mundo en el que sé que tengo que sobrevivir.
¿Quién se lo podía imaginar? ¿Por qué lo hizo si ya había conseguido lo que quería? ¿Por qué no nos contó su sufrimiento? ¿Por qué no lo demostró?
Enumeraría infinitos “porqués” que no tienen respuesta y sobre todo no pueden calmar la angustia y el dolor de tantas preguntas.
Éramos una familia normal, con tres hijos a los que hemos tratado de inculcar unos valores siempre desde el respeto y el cariño. Jamás hemos tenido enormes preocupaciones, hemos disfrutado enormemente con ellos y siempre ha existido mucho amor y mucha comprensión. Como padres nos sentimos muy orgullosos de los tres y gracias a eso podemos seguir adelante.
Somos supervivientes y esa es nuestra nueva realidad y tenemos que aprender a vivir de otra manera, sin nuestro hijo que ya no está y no va a volver nunca más.
Nuestro hijo se suicidó, un término que jamás había entrado en nuestras vidas y que desconocíamos por completo. Un término que hemos tenido que aprender a comprender y que no tiene explicación ni sentido. Un término que en principio callamos y no dijimos. Un término que nos hace sentirnos muy culpables aunque no entendemos muy bien de qué. Un término que nos está matando por dentro y no sabemos si algún día no se nos quebrará la voz al decirlo, pero un término que me gustaría gritar al mundo entero y decir claramente:
¡MI HIJO SE SUICIDÓ!
Y no tenía una enfermedad mental, ni doble personalidad, ni estaba loco, probablemente sufría y en esa terrible desesperación, es lo que decidió.
“Su hijo se ha suicidado”
Cinco palabras que deseo enormemente que otras madres no tengan que escuchar.
Mi voz se quiebra al no oír la tuya,
aunque la escucho constantemente
y me calma y me ayuda.
Te has ido tristemente sin decir adiós
aunque te siento en cada momento.
Tu sonrisa clara, tu dulzura
me despierta el alma dándome alas
para seguir, para luchar, para amar.
El río se llevó tu esencia y tu figura,
lentamente, en ese caminar de pasos eternos.
Ya no hay nada, sin ti,
ya no hay risas, ni juegos,
ni llamadas alegres, ni noticias, ni escritura.
Mi pensamiento se ha hecho tuyo
y no soy yo, soy tú,
porque los dos ya somos uno.
Es la forma de seguir,
porque sí, porque no hay otra.
Y cuando este hierro candente
deje de quemar mi carne trémula,
cuando ya pueda verte, oírte, escucharte,
y mi profunda herida esté sanada,
entonces reviviré por ti y para ti,
para tenerte siempre a mi lado y en mi alma.
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