La adolescencia es la etapa de la vida en la que más nos miramos el ombligo. Es esa edad en la que el mundo aparece y desaparece sólo por y para nosotros y esta capacidad de percibir nuestro entorno nos hace muy vulnerables o muy poderosos. Momento vital de rebeldía personal y familiar que nos lleva a pensar que somos los responsables de lo que les sucede a los demás. Y aquí aparece la culpa.
Cuando un adolescente comete errores, tiene conductas desadaptativas o inadecuadas en casa, genera en sus padres un sentimiento de frustración y malestar que estos transmiten a sus hijos en forma de acusaciones del tipo “¿no te da pena cómo llora tu madre por cómo te comportas?” y de esta manera un sentimiento de culpa se va apoderando del adolescente hasta hacerle sentir tan poderoso que realmente llega a creer que es él quien maneja a su antojo el sentimiento familiar.
A nivel terapéutico el trabajo aquí es doble y bidireccional: por un lado, los padres deben hacerse conscientes de sus propias limitaciones y dificultades. Someterse a una evaluación (o evaluación dirigida por un experto) para saber si en el proceso de educar a su hijo ha habido un problema de comunicación, de afecto o como ocurre en muchos casos, de límites, y entonces poder trabajar en la dirección correcta.
Ante los problemas de conducta del menor, sus progenitores proyectan en él la culpabilidad para mitigar el sufrimiento de no haber sido capaces de manejar con éxito una etapa tan complicada. En ocasiones nos encontramos a padres desesperados, medicados con ansiolíticos que utilizan como vía de escape para rebajar la ansiedad que les genera vivir con un adolescente, y a menudo les culpan a ellos de ser la causa que generó y que mantiene dicho consumo.

Por otro lado el menor, guiado por un terapeuta, debe analizar cuáles son sus demandas, sus carencias y sus dificultades. Y lo más importante, aprender a transmitirlo de la manera más asertiva posible, para encontrar un punto de unión entre la familia y él. El terapeuta debe dotarle además de estrategias y herramientas para que aprenda a separar sus necesidades de las de sus padres y para que entiendan que el amor de estos no puede utilizarse para chantajearles, pues puede volverse en su contra en forma de culpa.
Resulta complicado entender esto a esa edad, pero con el tiempo (y ayuda en muchos casos) se aprende que la vida del adulto se compone de muchas parcelas: pareja, amigos, trabajo, ocio, familia y dentro de la familia, los hijos… y no podemos culparles a ellos de una mala gestión personal de nuestras propias emociones, porque de esta manera debilitamos el núcleo familiar y empoderamos al menor sentándole en el trono de la culpa. Y eso ni es justo, ni es sano.
Debemos transmitir al adolescente la responsabilidad de sus sentimientos, pensamientos y comportamientos, pero no desde la culpa, sino desde el ejemplo.
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